jueves, 3 de agosto de 2006

Los Niños de la Guerrilla

Se llamaba Marcos, “ justo así, como el comandante mexicano” afirmaba con una sonrisa mientras fumaba su cigarrillo. Su cuerpo parecía transitar por la treintena, y sus ojos tenían ese “amarillo almavieja” de indígena centroamericano, que desde muy temprana edad pareciera reflejar la sabiduría centenaria de los pueblos mayas. Era una mirada seca, pero misteriosamente brillante.
- ¿Viene a visitar a la familia?- me preguntó a secas.
- No. Yo no tengo familia acá – Respondí desconfiado, mientras me apoyaba en esos ilógicos muritos que se encuentran en todas las esquinas del sector hotelero en Ciudad de Guatemala, hechos como para evitar que la gente cruce por donde debe.
- Pues ya somos dos – me dijo, como asustado por el hecho de que yo no huyera de sus palabras. Y, como suele pasar con los solos, ante un oído dispuesto las palabras fluyen en torrente.
Marcos fue uno de los “niños de la guerrilla”, esos pequeños de metralla en mano que los fotoreporteros gringos venían a fotografiar a Centroamérica por allá por los ochenta, cuando abundaba la cooperación internacional en la región.
Casi no se acuerda de su mamá, porque cuando estaba muy pequeño sus padres lo abandonaron a él y a otro hermano menor en el distrito de El Quiché, donde vivían.
- El ejército se metía a los pueblos a buscar la guerrilla. Pasaban baleando las casas, matando gente que estaba ahí, viviendo no más- me contaba pausadamente.
Durante el conflicto bélico en Guatemala, el ejército guatemalteco asesinó a más de 200 mil personas, la mayoría civiles.
Cuando se esparcían noticias de que el ejército o la guerrilla rondaban los pueblos, las familias trataban de escapar. Pero cuando los militares llegaban por sorpresa, muchos padres y madres guatemaltecas preferían huir, abandonando a los hijos mayores a su suerte.
- El ejército mataba familias enteras. Pero de vez en cuando a algún soldado se le conmovía el corazón al ver a un niño solo, y no le disparaban. A mi me pasó eso y aquí estoy – me decía Marcos, mientras tomaba la cajetilla de cigarrillos de su cajón de bolear zapatos y se sentaba en la acera junto a mi, a escasos centímetros del pequeño muro.
El día en que lo abandonaron, después de extraviar a su hermano menor en una balacera y de estar escondido entre escombros, Marcos fue “rescatado” por la guerrilla y dejado en otro pueblo.
Cuando tuvo la edad suficiente, empuñó su arma y participó en la guerrilla hasta que , siendo adolescente y después de un balazo en la pierna que aún hoy le duele cuando la noche es fría, logró “zafarse” y llegar a Ciudad de Guatemala, en los tiempos de las reuniones de Esquipulas 1.
Solo, deambuló por las calles empleándose en una y otra cosa, se metió “con malas compañías”, estuvo en prisión, y ahora limpia los zapatos de los turistas y hombres de negocios que desconociendo el significado del tatuaje con el número 18 en sus brazos y espalda, se animan a pagar por su servicio.
Me despedí de Marcos rápidamente atemorizado por el tatuaje que apenas advertí debajo de su camisa blanca. Porque un pandillero centroamericano, un “marero”, nunca se sale de la mara a la que juró lealtad. Eso es firmar su sentencia de muerte. Pero Marcos sobrevive. Y debido a la ley Mano Dura, lo andan buscando, y si lo atrapan, lo encerrarán de nuevo por seis años, bajo el delito de asociación ilícita.
Muchos en las maras han de ser como él. Algunos de los que sobrevivieron a las 344 masacres en El Quiché, o las 70 matanzas en Chimaltenango u otros distritos guatemaltecos, o salvadoreños, u hondureños.
Los niños de las guerrillas crecieron matando y viendo morir, en la desangrada, empobrecida e intervenida Centroamérica que nos antecede, y que ahora trata de despertar.
Y ya hecho el daño, los jóvenes de los sectores más pobres perpetúan el legado. Aún sin guerrilla, con ejércitos diezmados, gran parte del istmo vive aún entre balaceras, pagando las insospechadas consecuencias de sus pasados violentos.
Tal vez ahora mismo, en Guatemala, Marcos esté encerrado en la misma cárcel en cuyos terrenos un ex vicepresidente acusado de corrupción fabricó una mansión para descontar su condena, separado de los otros reos, mientras afuera se debate quién es víctima, y quién victimario.
¿Lo puede decir usted?

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